La Suiza que no fue

Unión Monárquica de España

Cien años de la creación del Gran Líbano, un país que no ha llegado a ser lo que soñaba

“En nombre de la Repú­blica Francesa salu­do al Gran Líbano en su grandeza y en su fuerza, desde el río Nahr El Kalb hasta las puertas de Palestina y las cumbres de Antilí­bano”, declaró el 31 de agosto de 1920 el alto comisario francés, ge­neral Henry Gouraud, flanquea­do por el patriarca maronita y el muftí suní, en las gradas de la Residence des Pins.

El Gran Líbano, más pequeño que la provincia de Lleida, fue el resultado de maniobras diplomá­ticas que también trocearon Siria en cuatro entidades territoriales, desgarrando los sueños de un gran estado árabe unido.

La mayoría suní musulmana era partidaria al principio de la independencia de Siria, en cuya capital estaba asentado el alto co­misario francés, y la comunidad chií era la más reacia a aceptar la construcción jurídico­política li­banesa. Aunque la proclamación –después de que la Sociedad de Naciones hubiese concedido a Francia y Gran Bretaña sus res­pectivos mandatos sobre los des­pojos árabes del imperio otoma­no– no significase la independen­cia de Líbano hasta 1943, abrió un periodo en la historia contempo­ránea de este pequeño país en el que las contradicciones siguen a flor de piel.

Expresando muy bien este he­cho demográfico, religioso y cultural, Georges Naccache, efímero gobernante y escritor, hizo famo­sa la frase de que “dos negaciones no forman una nación”. No todos los libaneses coincidían en los ob­jetivos de la independencia. Ade­más del texto constitucional, hay que tener en cuenta un acuerdo no escrito, que es donde se esta­blecen todas las peculiaridades confesionales que configuran es­te Estado, con su característica distribución de las funciones pú­blicas entre maronitas, sunís, chi­íes, drusos… y sus diversos estatu­tos personales que atañen a dere­chos de matrimonio, divorcio y sucesión.

“El Líbano tiene dos alas, el cristianismo y el islam, sin una de ellas no puede volar”, es una re­currida referencia a su identidad plural. “Ni Oriente ni Occidente”, es otra de las fórmulas que se uti­liza. El proyecto de arabizar a los cristianos, árabes desde su ori­gen, y muchas veces puente entre ambas culturas, y al mismo tiem­po libanizar a los musulmanes, parte integrante de la población, de elegir una cultura laica, de li­bertad o de guerra santa conti­nua, no es fácil formularlo en tér­minos tan tajantes. Durante la vi­sita de Juan Pablo II, el Papa acuñó una bella imagen: “Líbano como mensaje”, mensaje de con­vivencia y de paz.

La debilidad congénita de Lí­bano, como la de otros países del Levante, proviene, ante todo, de la balcanización de estos pueblos árabes. El imperio otomano salió de la Primera Guerra Mundial derrotado, lo que supuso el tro­ceamiento de sus territorios, el mosaico de etnias y comunidades religiosas, desgarradas entre Gran Bretaña y Francia. Han sido cien años perdidos –Un siglo para nada, según el afortunado título de un libro de Tueni y Lacoutu­re– que empezaron en Líbano con una espantosa hambruna a consecuencia del bloqueo de sus costas por la armada británica en el combate contra el ejército del sultán de Estambul, lo que casi diezmó a la población local y pro­vocó un gran éxodo de sus habi­tantes rumbo a las Américas.

Las élites gobernantes, co­rrompidas y feudales, no han conseguido ni el desarrollo eco­nómico ni la modernización so­cial, ni mucho menos cualquier amago auténtico de democracia. El magnífico historiador Georges Corm insiste en que hasta que los pueblos árabes no entren plena­mente en la “modernidad pro­ductora” y continúen encerrán­dose en discordias teológicas in­terminables, en un martirologio fomentado, “Oriente Medio no encontrará su camino de salva­ción”.

La debilidad congénita del país se debe a unas elites gobernantes feudales y corrompidas

Cuando llegué en 1970, Beirut era la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental, el París de Oriente Medio, y se le compa­raba con Suiza. Las décadas de los 60 y 70 fueron sus años mas prósperos. Cuando en 1975 llegó la guerra, nadie creyó en ella. Las batallas se contaban como rounds de combates de boxeo y los guerrilleros, al llegar el fin de sema­na, descansaban y deponían sus armas hasta empuñarlas de nue­vo el atardecer del domingo. La nostalgia de aquella década prodigiosa es inspiración inagotable de películas, novelas, exposicio­nes fotográficas e incluso de di­bujos animados.

Líbano padeció una cruel e in­extricable guerra cuya interpre­tación sigue dividiendo a los his­toriadores, que no se han puesto de acuerdo en redactar un libro de texto común para la enseñan­za secundaria. Según algunos li­baneses, fue la “guerra de los otros”, imputando su responsabi­lidad a poderes extranjeros, Is­rael, Siria, Estados Unidos, la URSS… Entre 1975 y 1990, el Es­tado estuvo a punto de desaparecer, Líbano quedó dividido en va­rios cantones y su capital, desga­rrada entre un sector musulmán y otro cristiano, especulándose en que podría quedar bajo con­ trol internacional.

Se ha pasado de la época de la palestinización –en 1982 el ejérci­to judío derrotó y expulsó a los fe­dayines de Líbano– y de la in­fluencia de Israel a la sirianiza­ción de este país, hasta llegar ahora a la poderosa influencia de Irán a través del Hizbulah, que se enfrenta a la fuerza del reino wa­habita de los saudíes, defensores de la mayoría musulmana suní, protegida por todas las adminis­traciones norteamericanas.

El país ha pasado de la intervención israelí a la siria, para caer al final bajo el influjo del poderoso Irán

Efímeras fueron las ilusiones de paz en Oriente Medio del año 2000 cuando Rafic Hariri no solo quería reconstruir Beirut sino in­suflarle nueva vida. En verano del 2006, Israel e Hizbulah se enzar­zaron en una guerra que provocó grandes destrucciones en la po­blación civil pero que su secreta­rio general, el jeque Nasralah, ca­lificó de “victoria divina”.

En muy poco tiempo estalló es­ta vorágine de la historia con una revolución que aspiraba a acabar con el régimen confesional, co­rrompido, la hecatombe de la moneda local que ha pauperizado aún más a sus habitantes, la peste coronaria, las misteriosas explo­siones del puerto… Los crímenes siempre quedan impunes en Líbano, pero la creatividad de su gente, su gran riqueza, no podrá ser completamente arrancada. A sus cien años de vida, ¿qué desti­no le espera a Líbano?